Zona Cero


Nos habíamos quedado todos callados, absortos en nuestras cosas. De pronto la novia de Javi levanta la vista de la mesa y dice:

-Vale. Voy a contaros lo que me pasó ayer.

Estamos en la terraza de la casa que  Javi y su novia comparten en el Albaicin. Acabamos de terminar la comida. Hace una hora estábamos brindando y haciendo chistes,  pero ahora que tenemos la barriga llena nos sentimos amodorrados, saciados y silenciosos. Javi y Marina van y vienen de la cocina, quitando platos de la mesa. Hernán lía un porro. La novia de Javi y yo nos lanzamos miradas con complicidad, porque es el cumpleaños de Javi y en algún momento tendremos que ir a la cocina y traer la tarta coreando “cumpleaños feliz, cumpleaños feliz”.

El día anterior Juan había propuesto: “Vamos todos a comer a la casa de Javi, y así celebramos lo de él y lo tuyo”. “Estupendo”, dije yo. Yo tengo veintitrés años. Acabo de terminar la carrera y me han concedido una beca para ir a Berlín. Guillermo avisó a Javi por teléfono. “Javi”, dijo. “Vamos a ir todos a comer a tu casa”. “Muy bien”, dijo el, y añadió “Venid cuando queráis”, aunque era absolutamente superfluo que dijera eso, en verdad íbamos a su casa siempre que queríamos. “Llama tu a Elenita. Y a Hernán. Y a Marina”. Por el camino nos encontramos con Fariba. “Donde vais?” “A la casa de Javi. Vente”. “Vale”, dijo Fariba.

Así que aquí estamos otra vez, en la terraza de la la casa de Javi y su novia, como otras tantas veces. Los perros están tumbados al sol. Miran de reojo al gato de la novia de Javi, que se pasea bajo la mesa frotándose con nuestras piernas, a la espera de que le caiga algo. Pero hoy hasta los perros y los gatos parecen en paz. Hace un día esplendido, un día soleado y maravilloso de mediados de septiembre, uno de esos días en que es muy agradable subirse las mangas de la camisa para sentir el calor del sol, y se escucha el sonido de los pájaros.  Y tal vez por eso nadie dice nada, nadie se siente en la obligación de decir nada, porque somos amigos y podemos estar durante horas en silencio, porque ya hay mucho dicho.

-Voy a contaros lo que me paso ayer. –dijo la novia de Javi, de todos modos.

“Ayer iba por la calle cuando de pronto pasé frente a la heladería y me apeteció comerme un helado. Como no llevaba dinero, me planté frente a la heladería y comencé a pedirle a la gente que pasaba”

“En esas estaba cuando apareció un tipo, no demasiado mayor, no demasiado joven, con una chaqueta gris y el pelo recogido en una coleta. A mi me llamó la atención una insignia en forma de espiral que llevaba prendida en la solapa. Le dije; “¿Me puede dar una moneda para un helado?” y el tipo se paró frente a mi y me miró un rato, parecía que se lo estuviese pensando. Y al final me sonríe y me dice; “Haremos una cosa: te haré tres preguntas y si tus respuestas me satisfacen te daré tres monedas” “De acuerdo”, dije yo. “Vale. Ahí va la primera pregunta: ¿Cómo te llamas?”. Yo le dije que me llamaba Anna. “¿De donde eres?” Yo le dije que era italiana. “Van dos monedas. Bueno, ahora tengo que pensármelo bien; es la tercera pregunta. Humm…. Está bien, esta es mi pregunta; ¿Qué te gustaría que te preguntase?”

“Yo no me pensé mucho la respuesta. “Pues me gustaría que me preguntase si quiero un helado”, dije. “¿Me vas a invitar?”

“El hombre de la chaqueta gris se rió. “¡Has hecho una pregunta!. La respuesta a eso te costará una moneda. Las reglas son las reglas.”

“A mi me pareció justo. Le pregunté también que significaba la insignia que llevaba en la chaqueta. Le pregunté luego de donde era. Y así me quede sin las monedas que había ganado”

“Pero el quería seguir jugando. Me preguntó si era feliz. Me preguntó a que me dedicaba. Me preguntó cuanto tiempo voy a estar en Bolivia. Luego yo le pregunte tres veces. Y así estuvimos un buen rato, preguntándonos el uno al otro, y cambiándonos las monedas”.

Todos estamos esperando que la novia de Javi concluya la historia de alguna manera. Pero no parece dispuesta a decir nada más.

-¿Y ya está? –dice Hernán.

-¿Cómo que ya está? –dice la novia de Javi.

-Si. ¿Ya esta? Conociste a un tipo,  estuvisteis dándoos mutuamente unas monedas… ¿Y nada más?

-¿Qué mas quieres?

-Lo que todos nos estamos preguntando –dice Marina con una sonrisa alusiva. –lo que todos queremos saber, es si te comiste el helado al final.

-¡Si te lo comiste! –gritamos todos a coro.

Hay grandes carcajadas. La novia de Javi dice sonriéndose que si, que se  comió un helado riquísimo. Todos reímos. Todos salvo Javi.

-¿Alguien quiere café? –dice muy serio. –Me voy a preparar el café.

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Estábamos sentados en la terraza de aquella casa, riendo y tomando el sol, igual que habíamos hecho cientos de veces en aquella casa que era un poco de todos. Siempre acabábamos allí cuando había alguna razón para reunirse, o cuando sencillamente no sabíamos que hacer. Cuando la vimos la primera vez casi no podíamos creerlo. El dueño la había descuidado durante años, y estaba llena de goteras y montones de basura. Los adictos del barrio la habían usado para chutarse durante años de encantamiento, y en el pequeño patio había decenas de jeringuillas de sangre ennegrecida. Juan no la quiso, prefirió compartir un piso en cuanto vio las condiciones en las que estaba, pero Javi y su novia no tenían apenas dinero, y querían vivir juntos como fuese y llegaron a un acuerdo con el dueño para que se la dejase por casi nada a cambio de adecentarla. “¿Pero nos ayudareis?”, decía Javi,  “Os ayudaremos”, prometimos todos, y haciendo honor a nuestra palabra hicimos una fiesta de tirar la basura, deshacernos de los muebles viejos, reparar la instalación eléctrica, echar abajo un muro interior para darle luz a una habitación, y arrancar el viejo papel pintado de las paredes, porque todo lo que hacíamos cuando estábamos juntos parecía convertirse naturalmente en una fiesta “Uf, esto ya va pareciendo otra cosa”, resoplaba Elenita, con el pelo recogido con un trapo y la cara llena de pintura. “Venid y os enseñare a pintar con una esponja, como si fuera un estucado: ¡así!”, porque Elenita sabia hacer esas cosas. Yo ayude a Juan a poner los azulejos en el cuarto de baño. “Cuando tenga una casa”, anuncie, “pondré azulejos partidos de colores en todo mi cuarto de baño, como si fuese el parque Guell”. La terraza, donde a media tarde salía el sol, era tan grande que David y Marisa informaron de que la usarían para dar sus cursillos de malabares. Hacíamos grandes proyectos; arreglábamos la casa donde prepararíamos te, encenderíamos velas. Compraríamos muebles y electrodomésticos en el rastro. No tendríamos televisión.

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La casa era fresca. Los muros eran tan gruesos que el interior apenas lograba calentarse las pocas horas que daba sol. Pero cuando lograbas vencer el chirriante cerrojo y abrías de par en par el balcón. ¡Que fiesta de luz! Y el sonido de aquellos árboles, de esas hojas estremecidas por la brisa. Y los cantos de los pájaros en mitad de la tarde diáfana. La Alhambra se veía al frente, terracota, a la luz del atardecer anaranjada.

Acabábamos de terminar de comer. Nadie hablaba. Javi estaba en la cocina. Estábamos como esperando el momento de que sucediese algo. De que llegase el café. De que apareciese la tarta. De que Elenita cogiese la guitarra acústica y se pusiese a cantar con su dulce voz aquella rara versión que ella hacia de Hotel California.  Esto es lo poco que recuerdo. Era una tarde rutilante, David cumplía veintidós años. Y de repente el vecino se asomó a su balcón y dijo; Eh, chicos, venid a ver esto.

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El once de septiembre estábamos celebrando el cumpleaños de David en la casa de Javi. Vimos en directo el segundo impacto sobre la torre sur arremolinados alrededor de la tele en la casa del vecino. Nos quedamos estupefactos. Tengo que decir que incluso estabamos excitados, como si asistiesemos a un espectáculo, y haciamos comentarios ligeros hasta que de pronto el locutor dijo que había gente arrojándose al vació desde las terrazas.

-Sacadme de aquí, -pidió Fariba.

Se fueron Laura y Elenita empujando la silla de Fariba. Después salieron Juan y David. Poco a poco nos fuimos todos de la casa del vecino. Volvimos a la casa, pero no estábamos de humor para cantar. Hablábamos acerca de lo que habíamos visto, y de quien podría haber hecho algo así. Hablamos de lo que estarían haciendo para intentar rescatar a la gente que continuaba atrapada. Y es que estábamos seguros de que los rescatarían.

El sol se había ido. En el salón de la casa hacia bastante frío. De vez en cuando alguien se levantaba y volvía a la casa del vecino, para ver como iban las cosas, se quedaba allí unos minutos y luego traía las noticias. En una de esas, creo que fue Javi el que dijo que acababa de caer la torre sur. Algunos fuimos para ver que, efectivamente, donde antes había dos edificios ahora solo había uno. Durante largos minutos estuvimos delante del televisor, que no ofrecía mas que un interminable plano de un edificio humeando entre una nube de polvo.

Toda la tarde la pasamos yendo y viniendo del salón de la casa a la casa de vecino. Estábamos consternados.

Poco a poco se fueron todos. Algunos tenían que trabajar, otros tenían cosas que hacer, otros se fueron para verse con alguien o seguir las noticias desde sus casas. Mediada la tarde cayó la torre norte. Solo quedamos en la casa la novia de Javi y yo, fumando marihuana. Llevábamos horas fumando marihuana, de eso también me acuerdo bien.

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Yo dije que me marchaba.

-No, por favor, -dijo la novia de Javi. –No me dejes sola. No después de todo lo que hemos visto. Estoy aterrorizada. –le dio tres caladas al porro muy seguidas. Echo la cabeza hacia atrás en el sillón. Luego se levantó, nerviosa. –No debería fumar. No consigo quitarme esas imágenes de la cabeza. Pobre gente.

Trate de distraernos hablando de otras cosas. Trate de que nos concentrásemos en algo agradable. Vamos a hablar de cosas agradables, dije.

Hablamos de Bolivia. La novia de Javi se iba a ir allí los tres meses de verano. Ella me dijo que en cierto modo tenia miedo de irse. Dijo que el concepto de ayuda al desarrollo era algo intrínsecamente perverso; Que las oeneges estaban empezando a luchar por un bien, la compasión, esencialmente escaso; Que un observador imparcial no podía dejar de pensar que todos los cooperantes, incluida ella misma, estaban presididos por la mayor de las vanidades; Que la dominaba el prurito de la salvación; Que cuando era pequeña había salvado de morir ahogada a su hermana menor, que había caído a la piscina un día que sus padres no estaban en casa; Que algún día escribiría la historia de su vida; Que no, no lo haría, definitivamente; Que no tenia el temperamento de una escritora; Que lo que caracterizaba a los escritores era una medrosa prudencia, la voluntad de hacerle vivir a sus personajes lo que no se atrevían a vivir por si mismos…  Yo aventuré que tendría un hotel rural, la imaginaba mucho mejor comprándose en el futuro una casa de campo, rehabilitándola, dedicándose a organizar comidas y actividades para mucha gente. Ella corroboró alegremente mi visión.  “¡La llenaré de niños!”, dijo. Y luego, como cayendo en la cuenta de algo, añadió con cierto dramatismo; “fíjate en mi; quiero traer niños a esta puto mundo.”

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Pensé que la maria tenia extraños efectos, conexiones. De pronto me acordé de él, del hombre del traje gris y la espiral en la solapa. Le pregunte que había pasado con él. Qué había pasado realmente. La novia de Javi me miró con una leve expresión de asombro, como si se sorprendiese de que le hubiese leído el pensamiento.

-¿Por qué no me lo cuentas? –dije yo.

-No hay nada que contar. –dijo ella.

Yo dije que no me lo creía.

La novia de Javi me dijo que en realidad había pasado una cosa. Algo raro.

Guarde silencio. Javi era mi mejor amigo. Continuamente nos reuníamos en su casa, que se había convertido en la casa de todos nosotros. No quería que eso terminase. De algún modo intuía que el día que terminasen Javi y su novia no volveríamos a esa casa y algo se acabaría también para todos nosotros. Por eso no quería oír lo que me iba a decir. Pero estaba claro que ella me lo iba a contar de todos modos.

-Fue a partir de la última pregunta que le hice yo. –dijo. –La verdad es que yo había salido a buscar un regalo para Javi,  y se me ocurrió que le podía pedir ayuda a aquel hombre desconocido. ¿Qué le puedo regalar a mi novio por su cumpleaños?, le dije.

Por qué se le había ocurrido eso a la novia de Javi no me lo dijo. Tal vez no era tan inocente, quizá era una forma de avisar a ese hombre algo que él todavía no había preguntado; que ella tenía pareja. El hombre del traje gris se dio cuenta o tal vez no, el caso es que le había contestado con la mayor intención: “Si fueras mi novia”, dijo, “lo que me gustaría que me regalases es un álbum de fotos”. “¿Un álbum de fotos?”. “Quiero decir”, se había explicado el hombre del traje gris., “un álbum de fotos tuyas. Fotos desde que eras pequeña”. Ella pensó de eso que no era buena idea. “No se. Realmente no me parece una buena idea”, le dijo. Y entonces, según la novia de Javi, el hombre del traje gris había  contestado tranquilamente; “Bueno. Tal vez es que no le quieres lo suficiente”:

La novia de Javi me aseguró que se había quedado muda, que aquel hombre tenia los ojos de un azul muy claro, que se arrepintió de pronto de haber mencionado a Javi, de haberle, dijo, arrojado a los leones.

La novia de Javi me dijo que debería haberlo pensado por si misma, que una novia medianamente decente sabe sin pensarlo siquiera lo que le quiere dar a su pareja.

La novia de Javi dijo que de todos modos el hombre del traje gris se había disculpado de inmediato y le había pedido educadamente perdón por meterse en los asuntos de ella., y para retomar la conversación le había preguntado que era lo que Javi le había regalado a ella en su cumpleaños. La novia de Javi me aseguró que le había sacado la lengua y le había dicho; “En mi cumpleaños nos pusimos los dos este pendiente”. La novia de Javi dijo que en ese momento se había dado cuenta de que el también el hombre del traje gris llevaba un pendiente, muy discreto, en una oreja.

La novia de Javi me dijo que el hombre del traje gris la había observado con atención y le había preguntado si eso le dolía.

Ella le había respondido que le había dolido durante un tiempo; ahora ya no.

El entonces la había mirado intensamente y le había dicho; “Ahora tu piercing me duele a mi”

La novia de Javi afirmó que no lo había dicho por decir, que parecía como si realmente le doliera. Y ella se había sentido tan turbada por aquello que huyó de allí. Literalmente se había echado a correr.

Y eso era todo lo que había sucedido.

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La novia de Javi me aseguró que desde que se había levantado esa mañana, y durante todo el día le había molestado el piercing, que no podía ya soportarlo, que había decidido que se lo iba a quitar.

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Hace tiempo que no vuelvo a Granada. A veces recibo algún correo de Hernán, que está en Londres. Me contó que hace poco había ido al Albaicin y que la casa había desaparecido. Por lo visto han decidido construir un parking y han arrasado con varias manzanas en el centro del barrio. Han hecho un solar tan grande como un campo de fútbol. La mitad de él lo forma un inmenso socavón. Y en los márgenes algunas casas están a medio derruir, abiertas como casas de muñecas, como autopsias,  como maletas en la cama de un hotel. Se ven paredes que conservan todavía un póster o un cuadro, como si los habitantes de las casas hubieran tenido que salir corriendo de ellas.

Avanza como un cáncer.

Apartamentos, me decía Hernán en su correo. Miles de apartamentos. Y locales comerciales. Y un parking.

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Recuerdo que volví a pasarme por la casa del vecino, y la televisión repetía una y otra vez las mismas escenas anonadantes.

Luego regresé a la casa de Javi para decirle a su novia que me marchaba. Anna había desaparecido. Tuve que llamarla en voz alta, hasta que finalmente di con ella en la cocina. Cuando entré me señaló la tarta de cumpleaños, que continuaba encima de la mesa. Era la tarta de chocolate con dulce de leche y fresas que había traído Laura. Nadie había probado ni un bocado.

-Llévate un trozo.

-No tengo ganas.

-Vamos, llévate un trozo. Es una pena que nadie coma.

-No, gracias.

-Laura estuvo toda la tarde de ayer preparándola. Si tú no comes un poco la voy a tener que tirar.

Laura hacia tartas. Quería ser directora de cine. Pero tres años mas tarde se subió a la azotea del bloque donde aún vivía con sus padres y saltó.

-Es que no tengo ganas.

-Como quieras.

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A veces, cuando estoy sentado a solas en un restaurante, o cuando tomo comida preparada en mi casa, me acuerdo de mis amigos. Me acuerdo de cuando cocinaba para quince personas. Me acuerdo de cuando hacíamos postres. Me acuerdo de aquella tarta. No era una tarta especial. No se por qué la recuerdo. Es uno de esos recuerdos triviales, que se te meten en la cabeza como una cancioncilla entupida, ocupando el lugar de las cosas importantes. ¿Sabéis a lo que me refiero? El año pasado, por ejemplo, por  razones que no vienen al caso, tuve una aventurilla con mi jefe. Una tarde que estábamos en un café yo intenté apagar un cigarro. Tuve que aplastar varias veces la colilla para que no humease, y mi jefe comento: “No se apagan nunca”. Ahora, no se por qué, siempre me vienen a la cabeza esas palabras cuando aplasto una colilla; No se apagan nunca, no se apagan nunca. Pero no se porque recuerdo estas cosas. Me gustaría olvidarlas para poder recordar en cambio todos los detalles de aquellos días en que estudiaba en Granada, y esas tardes en la terraza. Que mi espíritu volviese a empaparse de esa calidez, del bienestar, de la confianza, de la luz diáfana, la fortaleza roja, las risas de la gente que te quiere. Si cierro los ojos y me esfuerzo, aun nos recuerdo sentados en la terraza de aquella casa, riendo y tomando el sol, igual que habíamos hecho cientos de veces. Ni se nos pasa por la imaginación que no lo volveremos a hacer. Llevamos sandalias en los pies. Junto a la guitarra indolente hay un diábolo, y un perro bosteza. David servirá el vino. Elenita cantará su canción.  Nadie tendrá que morir. Nada cambiara nunca.

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